Sé que todos estabais esperando mi crónica sobre MARATÓN VALENCIA 2023. De hecho, he observado un incremento de altas en el club desde que decidí escribirla, así que es mejor no haceros esperar.
Aprovechando que todavía tengo el recuerdo caliente, he de deciros que mientras escribo me siento una especie de Leonardo del maratón. No, no me refiero a Da Vinci, sino a Di Caprio. Me visualizo apoyado en la barandilla de proa del Titanic gritando que soy el rey del mundo mientras el viento acaricia mi melena rubia. Porque, me vais a perdonar, pero es mi visualización y en ella tengo melena rubia.
«Caída y auge de Reginald Perrin» David Nobbs (1975)
Empecemos por el principio. He aprendido a valorar los entrenamientos grupales. No tanto por la compañía y las risas, que también, sino por tener la oportunidad de entrenar con gente que es mejor que yo. Hice alguna sesión antes de verano con el grupo R1 (los reconoceréis porque son esos a los que les da igual lo que les diga Tomás, ellos siempre dicen que van a ir lentos y luego se dan fuego desde el calentamiento) y me encontraba bien. Todavía mantenía la forma de la maratón de Roma de marzo.
Pero llegó la caída. Los meses de julio y agosto fueron bastante duros en lo deportivo, con la lesión, los dolores por la lesión, la falta de motivación por la lesión y los dolores, la deshidratación que no tuvo nada que ver con la lesión, los dolores o la falta de motivación, y todo eso se juntó con las vacaciones y la dificultad para entrenar. Hacia final de verano estaba, por decirlo finamente, en la mierda.
Volver a entrenar con el equipo me ayudó mucho tanto a nivel físico como mental. Poco a poco asimilaba los kilómetros y mejoraban las sensaciones. Conforme avanzaba en la preparación veía que los registros iban mejorando, las sesiones iban saliendo y mi cuerpo respondía, pero en mi cabeza me veía menos preparado que el año anterior, y eso me preocupaba. Casi cada semana iba ajustando objetivos, aunque comparaba los kilómetros y los ritmos con los que había hecho el año anterior en la misma semana y volvía a desanimarme.
El auge lo marcó la media maratón de Valencia, AKA “La media”. Me salió una carrera impecable en ritmo y sensaciones. Sabía que una buena marca en la media no significaba, ni mucho menos, que la maratón fuera a ir bien. Mi propia experiencia me recordaba petadas míticas después de mejores marcas en la media, pero era un buen punto de partida. Las siguientes seis semanas fueron espectaculares. Series, tiradas largas, rodajes lentos, todo prácticamente sin esfuerzo y cumpliendo objetivos, mejorando expectativas. Cuando volvieron las molestias dejé de ir al gym y desaparecieron casi de inmediato. Sin excusas, iba a ser mi año.
«De qué hablo cuando hablo de correr» Haruki Murakami (2007)
Era el día. Estaba todo en su sitio, sobre todo mi cabeza. El entrenamiento estaba en las piernas, así que no estaba preocupado por eso. Repasé por vigesimotercera y última vez la mochila, los puntos de avituallamiento, las curvas cerradas del circuito, todo… sé que puedo parecer obsesivo, pero mi familia me acepta como soy, así que lo que opinéis vosotros es secundario.
El plan inicial era salir sin agobios los primeros cinco kilómetros e ir progresando hacia mi ritmo objetivo (4:50 min/km). Eso tendría que darme sobradamente las tres horas y media. Siendo sincero, me veía bastante cómodo en esos ritmos y contar con acompañamiento en el último tercio de carrera debía servirme para acelerar a partir de ese punto y acercarme a 3:24:59, la marca con la que soñaba y que el subconsciente me hizo apuntar en un mural en la feria de la carrera.
Pero, como suele pasarme, desde el principio ya alcancé ese ritmo objetivo e incluso tuve que ir frenándome para no sobrepasarlo. Estaba en un cajón de salida que, en teoría, era más rápido de lo que me correspondía y eso me hacía ir, por inercia, al ritmo de los corredores que tenía alrededor. El kilómetro 2 fue el único por encima de 4:50 min/km de toda la carrera y el 6 prácticamente el último por encima de 4:45 min/km. El pulso estaba muy controlado y además había previsto “actividades paralelas” como tomarme los geles fuera de los avituallamientos, identificar banderas entre el público, dos estaciones de servicio personales para recibir geles… Con todo eso mantenía la mente ocupada.
“Lo importante es ir superándose, aunque solo sea un poco, con respecto al día anterior. Porque si hay un contrincante al que debes vencer en una carrera de larga distancia, ése no es otro que el tú de ayer“. Sí, esa frase es del libro de Murakami. Parece un tópico, pero durante la carrera también pensaba en mi yo de ayer. En por qué empecé a correr con cuarenta y pico años, en lo que había conseguido, las veces en las que he fracasado, las personas a las que he conocido… y en lo que me queda. A ver, que todo eso suena algo moñas, pero así a lo tonto, vi el cartel de 10 millas casi sin enterarme. Decidí dar una vuelta más de tuerca… si iba fácil a 4:45 min/km, podría acercarme a 4:40 min/km. Hacia la media maratón ya me movía en esas cifras y en el 24 ya estaba claramente por debajo.
Más o menos en ese momento alcancé a JuanPe. Estaba convencido de que con él iba a conseguir mantener el ritmo y superar de forma holgada el objetivo real. Seguía con las actividades paralelas: cargamento de geles al bolsillo, avituallamiento, bandera de Indonesia, multiplicar las cifras de las matrículas, Pont de les Arts… ahí me esperaba Rebeca. Al verme llegar, empezó a correr. No me habló, creo que ni siquiera me miró. Tenía clara su misión y no parecía que fuera a hacer prisioneros. Hacia el 31 ya me llevaba a 4:30 min/km y eso empezaba a ser peligroso. Conseguí decirle que a ese ritmo no llegaba a meta y creo que fue la única vez que la vi reírse. Veía que JuanPe iba algo justo, así que me debatí entre bajar un poco el ritmo o ser egoísta. Elegí la segunda opción, pero las fuerzas ya empezaban a flaquear.
“Poco después de dejar de correr, todo lo que he sufrido y todo lo miserable que me he sentido se me olvida, como si jamás hubiera sucedido, y ya vuelvo a estar decidido a hacerlo mejor la próxima vez”. También es del libro de Murakami. La carpa de A Corre-cuita (obsérvese la existencia de guion) me dio la única alegría en lo que quedaba de carrera, me hizo olvidar lo que ya estaba sufriendo y creo que le dio fuerzas a Rebeca para seguir exprimiéndome. Visto con perspectiva estaba haciendo lo que le había pedido, pero en aquel momento la odiaba.
Un par de kilómetros más adelante conseguí decirle que empezaba a visualizar una marca por debajo de tres horas veinte. Ella dijo casi la única frase de la mañana “Vete a la mierda con el puto reloj” o algo así.
«Leaving Las Vegas» John O’Brien (1990)
En el kilómetro 37 solo quería morir. No estaba dispuesto a bajar el ritmo y me daban igual las consecuencias. Rebeca seguía sin freno y creo que me ignoraba voluntariamente. Pasé un par de kilómetros en los que solo seguía sus zapatillas por instinto, hasta que llegamos a la calle Colón. Los que habéis entrenado más conmigo sabéis que es muy especial para mí entrar en esa calle, pero en esta ocasión sabía que si perdía algo de concentración se me iba a hacer muy larga. De hecho, sabía que si empezaba a llorar de la emoción corría el riesgo de ahogarme, así que no pude disfrutarla como quería. Tampoco me importa. En ese momento solo quería saber en qué momento me iba a desplomar e iba a ser pisoteado por el resto de corredores. Una muerte honorable, sin duda, pero bajo ningún concepto pensaba aflojar.
“I came here to drink myself to death”. (He venido aquí para correr hasta morir). La frase no es del libro de O’Brien, sino de la adaptación al cine y, como sois políglotas, habréis notado que la traducción no es literal. Faltándome poco más de dos kilómetros solo recordaba dos palabras de Carla: caballo ganador. Había oído muchas veces los días anteriores a la carrera que una buena parte de mis allegados daban por hecho que iba a hacer la carrera de mi vida, que era la apuesta segura. En ese momento solo quería darles la razón y traté de acelerar, pero las piernas ya no respondían. Caballo ganador. Giro y a por la rampa. Un último esfuerzo, abriéndome paso entre gente gritándote a ambos lados formando un pasillo. Caballo ganador. Caballo ganador.
Y, de repente, Rebeca se apartó y se paró. El trabajo estaba hecho. Doce kilómetros a 4:32 min/km. Espectacular. Y, sí, me había quedado solo, sufriendo como una maratón de Valencia se merece, llevándome al límite físico y mental, pero fui capaz de ver que la marca por debajo de tres horas veinte estaba conseguida y sinceramente no podía pedirme más. Quería disfrutar el momento. Las piernas y la espalda dejaron de dolerme y estaba casi seguro de que no había muerto, así que no me dejé una mano de ningún niño por chocar, ningún ánimo por agradecer, ningún cartel por golpear.
Alfombra azul. Rampa. Vallas. Abrazo con Irene. Meta. Fin de la historia.
Epílogo
Bueno, en realidad no acabó ahí. Me costaba respirar cuando crucé la meta. De hecho, me costaba mucho. Se me acercó una sanitaria y no fui demasiado amable con ella. Tardé unos segundos en recuperarme, volví unos pasos hacia atrás y me disculpé. Ella solo sonrió. Avancé siguiendo al resto de corredores. Quería encontrar gente con camiseta morada. Miré por primera vez mi Garmin… 3:18:20 (luego aún mejoré seis segundos en la clasificación oficial), poco más que añadir.
Plátano. Estiramientos. Abrazos, anécdotas, muchas caras felices. Fotos. Fin de la historia.
Post-epílogo (suponiendo que eso exista)
Permitidme un rato más.
Todavía me quedaban un par de cosas por hacer. Se han vuelto habituales en mis maratones en Valencia y me gusta mucho tener tradiciones. El autobús de vuelta me deja siempre como a tres kilómetros de casa, porque el itinerario coincide con la carrera. Me bajé y fui caminando. En ese momento, el autobús escoba ya ha pasado, están desmontando los avituallamientos y abren el tráfico. Sin embargo, hay muchos corredores todavía en ese tramo, a seis kilómetros de meta, abandonados. Me gusta animarles, aplaudirles, incluso caminar con ellos unos segundos aunque vayan en sentido contrario al mío.
Y, en último lugar pero no menos importante, al llegar a casa y antes de ducharme, abrí mi cerveza de 660 ml y me la ventilé en tres tragos. Es mi trofeo.
Ahora sí… fin de la historia, al menos por ahora.
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