No sé por qué fui a recoger el dorsal. Supongo que quería sentir que todavía formaba parte de aquello, aunque hacía meses que sabía que no iba a poder participar. Estaba lejos, muy lejos de mi mejor forma y quizás mas lejos todavía de estar mentalmente preparado para afrontar un reto incluso menor que ese. Al llegar a casa ni siquiera miré el contenido de la bolsa. Realmente no tenía ninguna importancia. Vi sobresalir el dorsal y recordé que en otro tiempo me gustaba coleccionarlos.
Me acosté. A pesar de que no iba a correr, quería madrugar para ir a animar a los compañeros que estarían en la línea de salida. Con cierta envidia, todo sea dicho, porque sabía que los días siguientes sus redes sociales iban a estar llenas de imágenes, de sonidos, de recuerdos. Me estaba costando dormirme, y cada vez que miraba el despertador parecía
marcar la misma hora. Y de repente, empezó a sonar. No era el zumbido habitual, sino una campanada tras otra. La habitación empezó a iluminarse y frente a mí apareció una figura casi humana, envuelta en una especie de capa hecha con los dorsales que aún conservaba en mi antigua colección y con las medallas de todas las maratones en las que había
participado al cuello. De hecho, me fijé que llevaba puestas las Hoka Mach 3 que me había comprado para la maratón de este año y que no había estrenado, lo que me cabreó un poco.
Y, como no podía ser de otra manera, me dijo:
— Soy el Fantasma de las Maratones Pasadas.
Cosa que, por otra parte, era evidente, porque ¿quién iba a aparecer en mi habitación con esas pintas la noche de antes de la maratón de Valencia más que el fantasma de las maratones pasadas? Aquel tipo siguió hablándome, casi como un susurro:
— Vengo a recordarte aquello que has olvidado.
Con un gesto firme pero pausado, como el tramoyista de un teatro, el fantasma abrió la cortina de mi habitación, pero tras ella no estaba mi balcón, sino una avenida interminable. Era Valencia, sí, pero también era otra ciudad: la ciudad de mis recuerdos de corredor. Cada farola sostenía una imagen suspendida en el aire. Me las fue señalando una por una.
Pude ver, como si la viviera de nuevo, mi primera maratón. El temblor en el estómago, la inocencia, el miedo a lo desconocido, el sabor de la euforia. Vi también la segunda, donde aprendí a sufrir. Vi la tercera, la del viento racheado; la cuarta, la del calor asfixiante y la petada en el kilómetro 26; la quinta, en la que mis amigos se turnaron para que no estuviera solo más de dos kilómetros, y así todas, la del último sprint a lo Evelio que me dejó al borde del colapso. Y vi la última, la que fui la versión de mí mismo que no sabía que existía, la que pulvericé la mejor marca soñada.
Vi risas compartidas, entrenos bajo lluvia, compañerismo, amaneceres solitarios pero vibrantes, geles a punto de caducar. Vi a los que lo merecían tanto como yo, pero no llegaron. Vi todas las veces que crucé la meta convencido de que la vida era más comprensible cuando conseguía mantener el ritmo en el kilómetro 30.
— Has olvidado que fuiste fuerte —dijo el fantasma, con gesto serio—. Y que nada de lo que corriste se ha perdido.
Cuando desapareció, la habitación volvió a quedar a oscuras. Volví a mirar el reloj y seguía sin avanzar. Apenas unos segundos después, un viento frío atravesó las cortinas. Pensé que iba a ser una noche larga, porque iba a estar entrando gente hasta que amaneciera. Efectivamente, un segundo personaje se me apareció.
—Soy el Fantasma de la Maratón Presente —anunció, tambaleándose ligeramente—. Y vengo a mostrarte la verdad que intentas ignorar.
—¿Es que voy a poder participar? —pregunté ilusionado, aunque recordé que el otro tipo se había llevado mis Hoka.—. ¿Puedes hacer eso?
—Ni de coña. Soy el Fantasma de la Maratón Presente, no el de la Navidad —dijo—. Y no me interrumpas, que vengo del fisio y tengo que irme a descansar, que mañana yo sí que corro.
El fantasma me llevó al día en que apareció la pubalgia, y me mostró también cómo paso a paso mis tendones habían ido debilitándose. Las tiradas largas que aguanté con dolor, las lágrimas cuando comprendí que mi cuerpo no resistía lo que le pedía, la frustración escondida bajo una mueca forzada al llegar a casa, el día que ya resultó evidente que no iba a correr este año. Bajé la mirada, avergonzado.
—Pero no creas que esto es derrota —dijo el fantasma, acercándose—. Observa.
Y entonces vi algo increíble: cada kilómetro que no había corrido flotaba en el aire como una luz tenue, libre, ingrávido. Cada uno contenía un porqué desconocido: una caída evitada, una lesión agravada que no ocurrió, un día que terminó mejor de lo que habría terminado.
—Los kilómetros que no has hecho no se pierden —susurró—. Se guardan para cuando estés preparado para ellos, y para cuando ellos estén preparados para ti.
Cuando se fue, la habitación quedó helada. Tanto, que había incluso vaho saliendo de mis labios. Un crujido, como de pasos nevados, anunció que se acercaba alguien. A estas alturas yo ya no tenía ni sueño. Básicamente sabía lo que venía a continuación, porque quien más quien menos todos hemos tenido infancia.
La tercera figura era alta, envuelta en un manto translúcido que cambiaba de forma: a veces era yo corriendo por debajo de cuatro minutos por kilómetro; otras, una sombra agotada; otras, un corredor desconocido. No tenía rostro fijo.
—Soy el Fantasma de las Maratones Futuras —dijo, con una voz que parecía llegar desde una distancia inmensa—. Y tú vienes conmigo.
De nuevo me encontré en la larguísima avenida, pero ahora veía cómo se dividía en tres caminos. A la izquierda, el fantasma me mostró un futuro en el que estaba yo, con tanto miedo que había dejado de intentarlo. Allí, mis zapatillas acumulaban polvo, mis camisetas de las decenas de carreras en las que había participado se amontonaban en un cajón y yo
simplemente caminaba con la nostalgia clavada en la cara. No había tristeza dramática, solo una vida donde faltaba algo, como una nota ausente en una canción.
A la derecha, vi otro futuro. En este corría, sí, pero sin rumbo: maratones acumuladas sin pasión, kilómetros como castigo, entrenos sin alma. Un futuro donde lo físico seguía vivo, pero lo emocional se había agotado hacía tiempo.
El fantasma se volvió entonces hacia un tercer camino, más suave, más real. No brillaba ni resonaba como los otros dos. Simplemente… estaba. Pude verme entrenando con paciencia, escuchando mi cuerpo, ajustando objetivos, volviendo poco a poco al ritmo que había perdido. Me veía fallar, pero también volver a intentarlo, mejorar, retroceder, avanzar.
Y me vi cruzar una meta futura. No sabía en qué ciudad y tampoco era importante. No sabía en qué momento, pero me daba igual. No sabía qué marca había hecho, pero me veía cruzarla con una paz que jamás había sentido antes, con lágrimas que no venían del dolor sino de algo más profundo: la reconciliación conmigo mismo.
El fantasma habló casi en un susurro:
—El futuro no está escrito. Solo es una colección de caminos que están esperando a que tú decidas cuál quieres pisar.
—¿Y cuál es el correcto? —pregunté.
—El que puedas recorrer sin miedo y sin prisa. El que no intentes correr para huir, sino para volver. El de la maratón que aún no has corrido. La que todavía no te has atrevido a imaginar. La que solo podrás completar si aprendes que cada kilómetro, corrido o perdido, te pertenece.
Me desperté tranquilo, con la primera luz del amanecer entrando por la ventana. Me levanté despacio. Allí estaban mis Hoka Mach X3 nuevas y, por primera vez en semanas, no sentí rabia ni tristeza.
Simplemente me las até. No para competir. No para demostrar nada. Sino porque comprendí que todos los kilómetros me llevan a algún sitio. Ahora espero con ansia que abran el plazo para inscribirme a la maratón de Valencia de 2026. No sé si llegaré o cuál será el resultado, pero tengo claro que esta es mi crónica.












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